lunes, 7 de julio de 2014

ESTAR SOLO


De niño yo creí que todo era
como la sangre que en mi pecho ardía.
Que vivir era un chorro de alegría.
Que crecer era un sol de primavera.
De niño yo creí que bastaría
con sonreir para que el mundo ardiera.
Que bastaría con que yo tuviera
el alma en pie para que fuese mía.
Y ahora estoy en esta encrucijada
que no sé dónde acaba y dónde empieza,
laberinto del todo y de la nada
donde flota, entre sombras, mi torpeza.
¡Y hay dos tigres dormidos en mi almohada!
¡Y hay un león bramando en mi cabeza!

Porque, ciertamente, así se nos presenta a veces la vida: como una encrucijada incierta, que nunca sabemos dónde acaba y dónde empieza; cuando eso nos sucede, sentimos muy dentro un dolor inespecífico, pero cierto, que nos horada el alma.

Y cuando esto ocurre, no hay recetas mágicas, ni creencias, ni dogmas, ni convicciones que nos rescaten de ese destierro interior. La soledad, entonces, se nos presenta en su forma más hiriente; no es ya esa soledad creadora y curativa en la que uno abraza su realidad y se reconcilia consigo mismo; no.

Se trata, más bien, de una soledad en apariencia carente de sentido, en la que se materializa ante nosotros, en toda su desnudez, nuestra indigencia originaria de seres rotos, heridos.

Es el vacío y el vértigo que nos producen nuestros abismos interiores, las escarpaduras de nuestra topografía interna. No se trata, por tanto, de aquella soledad sonora en la que —como dijo Fray Luis de León— “el aire se serena y viste de hermosura y luz no usada…”. Es, más bien, una soledad hiriente, dolorosa…

“Estar solo es morir. Lo sé. Lo entiendo,
pues yo soy un experto en soledades
y en soledad mi corazón consumo.
Yo nací solo. Yo nací sabiendo
Que cruzaría todas mis edades
Sembrando amor y cosechando humo”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario